Como cada año por Carnaval en la pequeña localidad de Luzón, en Guadalajara, cobran vida unas extrañas criaturas que persiguen por campos y callejuelas a todo aquel que trata de acercarse a ellas para ver su rostro. Si te aproximas en exceso puede que quedes marcado.
Desde hace ya varias décadas descendientes de emigrantes de este pueblo se preocupan por recuperar una vieja tradición de la que escucharon relatos de boca de sus abuelos. Con la llegada del Carnaval los jóvenes del pueblo se apartaban y se transformaban en bestias con cuernos de toro y cencerros atados a la cintura. Cubrían su rostro de un ungüento negro a base de aceite y ceniza de las chimeneas. Para resaltar su boca mordían trozos de patata. Recorrían campos y calles ahuyentando malos espíritus y de paso asustaban a las mozas del pueblo que para no ser reconocidas tapaban sus rostros con mascaritas blancas mientras guardaban silencio.
Hoy día tanto los diablos como las mascaritas aceptan en sus filas a gentes de todas las edades y ambos sexos. Entre todos crean un ambiente único y como ya no hay malos espíritus que espantar, atraen a visitantes ávidos de experiencias diferentes, sencillas y menos tumultuosas. Los ancestrales sonidos de dulzainas, tambores y cencerros se mezclan con risas y gritos de sorpresa de los expectantes viajeros.
Un espectáculo divertido que se inicia al caer el sol y alcanza su cenit cuando ya de noche los diablos bailan alrededor de una enorme hoguera que hipnotiza y calienta al personal. Viendo la ilusión de las nuevas generaciones parece que esta recuperada tradición le queda mucho recorrido.












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